Por Antonio Caballero
OPINIÓN El presidente Obama no ha tenido ante la droga el valor político que tuvo Roosevelt ante el alcohol.
Sábado 30 Octubre 2010
Desde hace 35 años he venido escribiendo, en esta revista y en diez sitios más, que la prohibición de las drogas es más dañina que las drogas mismas, por dañinas que estas sean. Y que los daños que causa la prohibición se suman a los daños que causan las drogas.
Es una obviedad. No he sido yo el único en notarla, por supuesto. Los propios gobiernos de los Estados Unidos que cometieron la insensatez de imponerle al mundo su política prohibicionista deberían haberlo sabido de antemano por su propia historia con la prohibición del alcohol entre 1920 y 1933: a los daños del alcohol se sumaron los daños de la prohibición, que fueron múltiples: desde la aparición y el fortalecimiento de las mafias hasta el aumento del alcoholismo entre la población, sin hablar del surgimiento de una economía subterránea que contribuyó a agravar los efectos de la Gran Depresión. Tal vez lo previó así el presidente Wilson, quien opuso su veto -en vano- a la ley Volstead que prohibió el alcohol; y en todo caso de eso se había dado perfecta cuenta 13 años más tarde el presidente Roosevelt cuando, en uno de sus primeros actos de gobierno, impulsó la ley Cullen-Harrison que anulaba la anterior. Pero 40 años más tarde al presidente Nixon, más que la experiencia, le pudo la necesidad de encontrar espantajos para asustar a la gente cuando declaró la 'Guerra contra las Drogas', y luego a Reagan cuando la reforzó en vista de que había desaparecido el fantasma del comunismo y no había aparecido todavía el del terrorismo.
Ahora: en cuanto a la eficacia de la prohibición, todo el mundo reconoce que es un chiste. Tal como sucedió con la del alcohol, la de las drogas sólo ha tenido el resultado de aumentar y diversificar su producción, su tráfico y su consumo. Hoy hay muchos más drogadictos que hace 35 años (y no sólo porque haya aumentado la población mundial), las mafias que manejan el mercado -pues al ser un mercado prohibido y clandestino necesariamente quienes lo manejan son mafiosos, y lo tienen que defender a tiros- son más poderosas que nunca. Y la 'guerra', de pasada, ha destruido moral y físicamente países enteros, como empiezan a reconocerlo tímidamente, timoratamente, algunos de sus ex presidentes (de México, de Colombia, del Brasil) en tímidos y timoratos informes. Porque sigue sin reconocerlo el único gobierno que de verdad importa, que es el de los Estados Unidos. El presidente Obama no ha tenido ante la droga el valor político que tuvo Roosevelt ante el alcohol. Y probablemente -en año electoral- es ya demasiado tarde para que lo tenga: rara vez, en año electoral, se atreven los gobernantes a decirles la verdad a sus conciudadanos. La verdad no da votos, y en cambio el miedo sí.
Por eso no tiene mucha importancia el hecho de que el estado de California haya convocado para este martes un referendo sobre la legalización de la marihuana. O sólo tiene importancia para los marihuaneros californianos y para las finanzas de ese estado, que van a ahorrar en persecución y cárceles y a recaudar en impuestos. Pero en términos globales su efecto es nulo. Porque el problema no está en la marihuana, sino en la prohibición. Como en tiempos, y para los Estado Unidos solos, lo fue la del alcohol, el problema hoy para el mundo entero es la prohibición de todas las drogas prohibidas; y la única solución es la legalización universal de todas ellas, desde la producción hasta el consumo, pasando, naturalmente, por el tráfico.
Pero los gobernantes son miedosos. Por eso se reunieron en Quito los ministros de los países que más han sufrido por las consecuencias de la prohibición -los latinoamericanos: para los Estados Unidos el daño sigue siendo relativamente marginal-, y ¿qué hicieron? Reforzar su plan de acción contra lo que llaman "el flagelo" de las drogas. Como si no quisieran darse cuenta de que, como los flagelantes que se azotan en las procesiones de la Semana Santa, es un flagelo que se infligen ellos mismos.
Será que les gusta.
Es una obviedad. No he sido yo el único en notarla, por supuesto. Los propios gobiernos de los Estados Unidos que cometieron la insensatez de imponerle al mundo su política prohibicionista deberían haberlo sabido de antemano por su propia historia con la prohibición del alcohol entre 1920 y 1933: a los daños del alcohol se sumaron los daños de la prohibición, que fueron múltiples: desde la aparición y el fortalecimiento de las mafias hasta el aumento del alcoholismo entre la población, sin hablar del surgimiento de una economía subterránea que contribuyó a agravar los efectos de la Gran Depresión. Tal vez lo previó así el presidente Wilson, quien opuso su veto -en vano- a la ley Volstead que prohibió el alcohol; y en todo caso de eso se había dado perfecta cuenta 13 años más tarde el presidente Roosevelt cuando, en uno de sus primeros actos de gobierno, impulsó la ley Cullen-Harrison que anulaba la anterior. Pero 40 años más tarde al presidente Nixon, más que la experiencia, le pudo la necesidad de encontrar espantajos para asustar a la gente cuando declaró la 'Guerra contra las Drogas', y luego a Reagan cuando la reforzó en vista de que había desaparecido el fantasma del comunismo y no había aparecido todavía el del terrorismo.
Ahora: en cuanto a la eficacia de la prohibición, todo el mundo reconoce que es un chiste. Tal como sucedió con la del alcohol, la de las drogas sólo ha tenido el resultado de aumentar y diversificar su producción, su tráfico y su consumo. Hoy hay muchos más drogadictos que hace 35 años (y no sólo porque haya aumentado la población mundial), las mafias que manejan el mercado -pues al ser un mercado prohibido y clandestino necesariamente quienes lo manejan son mafiosos, y lo tienen que defender a tiros- son más poderosas que nunca. Y la 'guerra', de pasada, ha destruido moral y físicamente países enteros, como empiezan a reconocerlo tímidamente, timoratamente, algunos de sus ex presidentes (de México, de Colombia, del Brasil) en tímidos y timoratos informes. Porque sigue sin reconocerlo el único gobierno que de verdad importa, que es el de los Estados Unidos. El presidente Obama no ha tenido ante la droga el valor político que tuvo Roosevelt ante el alcohol. Y probablemente -en año electoral- es ya demasiado tarde para que lo tenga: rara vez, en año electoral, se atreven los gobernantes a decirles la verdad a sus conciudadanos. La verdad no da votos, y en cambio el miedo sí.
Por eso no tiene mucha importancia el hecho de que el estado de California haya convocado para este martes un referendo sobre la legalización de la marihuana. O sólo tiene importancia para los marihuaneros californianos y para las finanzas de ese estado, que van a ahorrar en persecución y cárceles y a recaudar en impuestos. Pero en términos globales su efecto es nulo. Porque el problema no está en la marihuana, sino en la prohibición. Como en tiempos, y para los Estado Unidos solos, lo fue la del alcohol, el problema hoy para el mundo entero es la prohibición de todas las drogas prohibidas; y la única solución es la legalización universal de todas ellas, desde la producción hasta el consumo, pasando, naturalmente, por el tráfico.
Pero los gobernantes son miedosos. Por eso se reunieron en Quito los ministros de los países que más han sufrido por las consecuencias de la prohibición -los latinoamericanos: para los Estados Unidos el daño sigue siendo relativamente marginal-, y ¿qué hicieron? Reforzar su plan de acción contra lo que llaman "el flagelo" de las drogas. Como si no quisieran darse cuenta de que, como los flagelantes que se azotan en las procesiones de la Semana Santa, es un flagelo que se infligen ellos mismos.
Será que les gusta.
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