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sábado, 18 de septiembre de 2010

La crisis estructural del capitalismo global


Por: Harrys Velásquez
LA CRISIS ESTRUCTURAL DEL CAPITALISMO GLOBAL
El capitalismo global mejor conocido como globalización, desde el punto de vista económico y político, se presenta con el desarrollo de los mercados financieros globales, y con el crecimiento de las corporaciones nacionales y trasnacionales.
La característica más destacada de la globalización es que permite que los capitales financieros circulen libremente a través de las fronteras nacionales, en contraste con el movimiento de personas que se encuentra fuertemente regulado y restringido.
Bajo la influencia de la globalización, la economía y la política han sufrido grandes trasformaciones. La capacidad de movimiento del capital debilita la capacidad del estado-nación para ejercer el control sobre la economía. “La globalización de los mercados financieros ha hecho que el estado de bienestar surgido después de la II guerra mundial quede obsoleto”. (Soros, 2002, pág. 21)
La transformación no ha sido accidental. “El objetivo de la administración Reagan en Estados Unidos y el gobierno de Thatcher en Reino Unido fue reducir la capacidad del Estado para interferir en la economía”[1]. La ideología dominante a la Soros llama “fundamentalismo del mercado”, muy bien conocida en Venezuela a partir de los sucesos del 27 de febrero de 1989 como “neoliberalismo”, sostiene que la distribución de los recursos debe dejarse en manos de la dinámica del mismo mercado, ya que cualquier interferencia reduciría la eficiencia de la economía. Esto supone que la iniciativa privada es más eficiente que el Estado a la hora de crear riquezas, y que los Estados tienden a abusar de su poder.
Pero la globalización a pesar de sus “buenas intenciones”[2] que insistentemente exponen sus ideólogos, no ha sido todo lo que se esperaba en casi todo un siglo. Mucha gente en los países en vías de desarrollo se ha visto perjudicados con la minimización del papel del Estado en la economía, ya que éste por lo menos tenía que garantizar su seguridad social. La distribución de los recursos, siempre escasos, está desequilibrada a favor de la iniciativa privada y en detrimento de la acción pública colectiva. Además, la crisis del sistema de capital, ahora global, es reiterativa y no coyuntural como se habían presentado en el pasado. Validando por muchas razones, las teorías que destacan la falla del sistema capitalista global como estructural e irreversible, por lo cual hay que buscar alternativas que brinden a la humanidad un sistema más justo y equitativo de la distribución de los recursos.
István Mészáros en su libro “El desafío de la carga del tiempo histórico”, nos dice que el sistema de capital es incapaz de mirar más allá de las perspectivas del corto plazo. Esto trae consigo un triple conjunto de contradicciones a saber: Primero: su incontrolabilidad derivada de de su naturaleza antagonística en su modo de control metabólico social. Segundo: la inacabable dialéctica entre la competencia y el monopolio subyacente en el sistema de capital. Tercero: su incapacidad de integración política a nivel global, muy a pesar de las tendencias económicas globalizadoras, lo cual genera “una profunda aversión a la planificación”. (Mészáros, 2009, pág. 21)
El resultado de todo esto es un máximo despilfarro de los recursos, siempre escasos, y una destrucción sin límites de la naturaleza, una tasa de utilización decreciente, la especulación financiera acentuada, la amenaza latente de una nueva guerra mundial, aunque ahora la conflagración sería nuclear, y la inminencia de un desastre económico global.

La incontrabilidad del capital global
Los elementos constitutivos del sistema de capital: capital monetario, capital mercantil y la producción de mercancías; bajo la forma capitalista burguesa, se impuso como un sistema orgánico. De esa forma, el capital como sistema orgánico, que lo abarca todo, pudo hacerse dominante mediante la producción de mercancías generalizadas, y degradando a los seres humanos al minúsculo papel de meros costos de producción, en forma de “fuerza de trabajo necesaria”. (Mészáros, 2009, pág. 64)
El capital como sistema de control metabólico social, se impuso porque abandonó toda clase de consideración de las necesidades humanas, sujetas a los valores de uso “que no son cuantificables”[3], y les impuso el fetiche del valor de cambio, “cuantificable y en expansión constante”.[4] Es así como nació la variante del sistema del capital, en forma de capitalismo burgués. Adoptando el modo económico de extracción del plustrabajo como plusvalor. Cuando la circularidad del sistema se consume a plenitud, entonces, el sistema de capital se vuelve permanente y sin alternativa.
Sin embargo, el sistema de capital no puede verse consumado como sistema global en su forma propiamente capitalista, es decir, a pesar de la idea de mantener al Estado a raya de la dinámica del mercado, dejando solo a “la mano invisible” (Smith, 2000) corregir los desequilibrios que se generan en el sistema, éste no puede garantizar la expansión del capital a escala global sin la intervención del Estado de una u otra forma.
El sistema en todas sus fases está y seguirá estando orientado hacia la expansión y la acumulación, no siendo una prioridad la satisfacción de las necesidades humanas, sino al servicio de la preservación del sistema mismo. El sistema de capital es antagonístico debido a la subordinación estructural jerárquica del trabajo al capital, que usurpa siempre el poder de tomar decisiones. El antagonismo es estructural, por lo cual el sistema de capital es incontrolable e irreformable.

La dialéctica entre la competencia y el monopolio
El desarrollo del capitalismo se ha basado en un incremento formidable de la industria y en la concentración de la producción de las empresas. Así, de una forma dialéctica, la libre competencia se transforma, gracias a la intensa lucha por los beneficios, en un proceso de monopolización.
Este fenómeno de concentración y monopolio que se desarrolló a lo largo del siglo XX, es en esencia un gran proceso de socialización de la producción, de los inventos y del perfeccionamiento tecnológico, se sustentó bajo la forma privada de la propiedad y de los medios sociales de la producción.
Los medios a los que recurren los monopolios para garantizar su primacía en los mercados, pasa por el control de las materias primas, los costos salariales de la fuerza de trabajo, la concentración de los medios de transporte, la imposición a los compradores de relaciones comerciales exclusivas, la utilización privilegiada de créditos, la declaración de boicot, entre otros. Por supuesto que los monopolios responden a los intereses de las burguesías nacionales que representan. Así, las intervenciones imperialistas tienen como motor la defensa de los intereses económicos y estratégicos de los monopolios. De esta forma, el Estado capitalista y los gobiernos pasan directamente a representar los intereses de las grandes corporaciones.
Se supone que los monopolios suprimirían las sucesivas crisis del sistema de capital, pero en la práctica, como lo demuestran los hechos del siglo XX y lo que va del siglo XXI, los monopolios no hacen más que agravar el caos propio de la producción capitalista e intensifica la lucha por los mercados, para lo cual cuentan con el respaldo militar y diplomático de los respectivos estados y gobiernos que representan los monopolios en disputa.
En el proceso de monopolización del capitalismo, los bancos son preponderantes ya que disponen de todo el capital monetario de los grandes, medianos y pequeños capitalistas, y de una gran parte de los medios de producción y fuentes de materias primas de muchos países. En las condiciones neoliberales, muchos monopolios públicos, como se pretendía hacer con PDVSA, se encargan de suministrar a bajo precio la materia prima, energía y transporte a las empresas capitalistas privadas, que no realizan las inversiones necesarias para el funcionamiento en condiciones óptimas. Una vez que estos sectores estratégicos se han transformado en mercados atractivos para hacer dinero, gracias a la inversión de los recursos públicos, los gobiernos burgueses se los venden a los monopolios encabezados por los grandes bancos, es decir, se socializa la inversión pero se privatizan las ganancias. De esta forma los monopolios capitalistas se convierten en la dominante oligarquía financiera.
Mientras que en los auges de períodos económicos los beneficios del capital financiero son astronómicos, durante las épocas recesivas los minúsculos ahorradores sufren la caída de sus acciones, pierden sus capitales y muchas empresas se arruinan. Mientras, los grandes bancos hacen negocios adquiriendo las arruinadas empresas a precios de gallina flaca, fusionándola con sus negocios o haciéndola desaparecer para tener un control total del mercado.

La incapacidad de la integración política global del sistema de capital
“Dada la determinación interna centrífuga de sus partes constitutivas” (Mészáros, 2009, pág. 68), el sistema de capital sólo podía hallar una dimensión cohesiva bajo la tutela de los estados-nación, ya que ellos representan la estructura de mando política del capital. Debemos recordar que la formación del estado-nación, surgió estrechamente ligado al capitalismo y el mercado global. La infancia del mercado mundial se asocia a la acumulación originaria que impulsa la transición hacia el capitalismo, mientras en lo político está ligada a los estados nacionales.
Apoyados en el reanimamiento económico del siglo XV, las monarquías fomentaron la constitución de un nuevo tipo de Estado, basado en la delimitación de fronteras nacionales, el reforzamiento del poder central, la supresión del feudalismo, y la construcción de un aparato militar y diplomático debidamente financiado por los impuestos. En la transición hacia el capitalismo, el Estado absoluto configura el mercado mundial. Más tarde, con la revolución industrial del siglo XVIII y la primera parte del siglo XIX, los poderes dominantes cambian la dinámica del mercado global a una segunda etapa de su evolución. La atención se fija ahora en la división internacional del trabajo, surge entonces el Estado liberal sustentado en la doctrina de “la mano invisible”, (Smith, 2000) y el respeto a los derechos individuales.
El estado liberal del siglo XIX se caracterizó por llevar a cabo una tajante división entre el estado y la economía, despolitizando las relaciones económicas mediante la separación de la sociedad civil o “productores” y la sociedad política. La constitución de estados nacionales vinculados al proceso de industrialización tardía, parece influir en el paso a un tercer estadio de la evolución del mercado mundial.
Sin embargo, el hecho de que la dimensión cohesiva estuviese articulada por los estados nacionales, los cuales estaban muy lejos de ser benevolentes y armoniosos entre sí, es decir, siempre en condiciones de juego de poder, significó que la realidad del estado estuviese cargada de múltiples contingencias:
Primero: la destrucción que generan las contiendas bélicas se han vuelto prohibitivas, privando a los estados nacionales a ser una opción final en la resolución de los antagonismos internacionales que aparecen en forma de guerras mundiales. Segundo: El fin del ascenso histórico del capital ha puesto en evidencia el carácter despilfarrador y destructor del sistema también en el plano de la producción, intensificando la necesidad de garantizar las nuevas salidas para los bienes del capital a través de la dominación hegemónica imperialista, tal cual lo ha declarado abiertamente los Estados Unidos con la excusa de los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001y la formación de su nueva doctrina de seguridad nacional que se fundamenta en la guerra preventiva. Tercero: porque la contradicción entre la voluntad irrefrenablemente expansionista del capital, con la tendencia a la integración total global y las formaciones de estados nacionales competidoras, se han puesto de manifiesto en forma clara, “afianzando no sólo la destructividad del sistema sino también su incontrolabilidad”. (Mészáros, 2009, pág. 69)
El sistema de capital se ha desplazado siempre e inexorablemente hacia la globalización, porque dada la irrefrenabilidad de sus partes constitutiva no había otra forma de completarse a sí mismo exitosamente de manera distinta a la de un sistema global que lo abarque todo. Es ahí donde se hace claramente visible una gran contradicción. Porque si bien el capital tiende en su articulación productiva, en nuestros días, a través de la acción de las corporaciones nacionales y trasnacionales gigantes, hacia una integración dirigida hacia la globalización, la configuración vital del capital global está carente de una figura cohesiva representada en un estado global.
Es eso precisamente lo que contradice  la determinación intrínseca del sistema mismo como inexorablemente global. El estado global faltante del sistema de capital, demuestra la incapacidad del capital para llevar a la conclusión definitiva de la lógica irrefrenabilidad del sistema. En estas circunstancias, las expectativas optimistas de la globalización desaparecen, aunque no así “la necesidad de lograr una integración verdaderamente global de los intercambios productivos humanos”. (Mészáros, 2009, pág. 70)  

Referencias bibliográficas
Mészáros, I. (2009). El desafío de la carga del tiempo histórico. Caracas: Vadell Hermanos Editores, C.A.
Smith, A. (2000). Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones. México: Fondo de Cultura Económica.
Soros, G. (2002). GLOBALIZACIÓN. Barcelona: Planeta, S.A.
   


[1] Ibíd.
[2] Las comillas son mías
[3] Ibíd.
[4] Ibíd.

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